viernes, septiembre 18, 2009

Miguel Ángel Granados Chapa escribió este artículo



Miguel Ángel Granados Chapa

Plaza Pública
Libre una, faltan dos
Cada vez que reflexiono sobre el hecho de que el secretario de Seguridad Pública fue antes el director de la Agencia Federal de Investigación --y fue además su fundador y quien la clausuró--, me pregunto si la arbitrariedad y la corrupción que caracterizaron a esa corporación y la calificaron más que su eficacia, fueron la causa del ascenso de Genaro García Luna y la expansión de sus atribuciones.
Lo pienso de nuevo ahora que ha quedado en libertad la señora Jacinta Francisco Marcial, al ser reconocida su inocencia, a pesar de la cual padeció tres años de prisión. Ella, y las señoras Teresa González Cornelio y Alberta Alcántara Juan fueron dos veces víctimas de miembros de la AFI, en un caso que no era insólito cuando esa agencia realizaba sus labores.
El 27 de marzo de 2006 un piquete de seis agentes federales llegó al tianguis de Santiago Mexquititlán, una minúscula población en el municipio de Amealco de Bonfil, en Querétaro. Aduciendo que buscaban mercancía pirata y droga abusaron de su cargo y dañaron bienes de los tianguistas, destrozando algunas de sus instalaciones. No hallaron lo que dijeron estar buscando, pero ofendieron a los pobladores y comerciantes reunidos en "la plaza" semanal. Firmes defensores de sus propios derechos, los afectados enfrentaron a los dizque servidores públicos y les demandaron reparar los daños causados por su arbitrario proceder. Tan severa fue la exigencia que los agentes no pudieron resistirla, y convinieron en dejar en Santiago a uno de ellos, mientras el resto buscaba en San Juan del Río dinero para compensar sus destrozos. De haber sido víctimas de secuestro, no hubieran vuelto como ofrecieron sino acompañados de refuerzos, sea de su propia agencia o de otras corporaciones.
Quedaron, sin embargo, lastimados. Su dudosa reputación de abusadores omnipotentes e impunes no podía admitir que la resistencia a su tropelía sirviera como ejemplo en otras comunidades y, acaso por orden de sus superiores, de su director, decidieron castigar aquel gesto de dignidad. Por ello, a destiempo denunciaron lo ocurrido como si hubieran sido privados de su libertad, y no obstante afirmar que habían sido retenidos por "un grupo de entre 80 y cien pobladores", sólo señalaron a las tres señoras mencionadas como responsables de ese hecho. A la señora Jacinta la identificaron porque fue retratada por un fotógrafo de prensa en el momento en que miraba el regreso de los agentes en busca de su compañero. Con esa prueba, y testigos de oídas, fueron capturadas. La ahora libre señora Jacinta fue llevada al Ministerio Público con engaños y allí se la detuvo en agosto siguiente, más de cuatro meses después del suceso denunciado. Dado que las detenidas pertenecen a una comunidad de habla ñahñúh y es precario su conocimiento de la lengua nacional, debió designarse a un intérprete, y como no ocurrió así, esa omisión tiñó de irregularidades todo el proceso, que además se prolongó hasta el 19 de diciembre de 2008, cuando se dictó sentencia de 21 años de prisión a cada una de las tres mujeres.
Para colmo, un abogado abusivo cobró servicios ineficaces a las familias afectadas, con lo que lastimó adicionalmente su economía, ya perjudicada por la falta de ingresos, pues ellas comerciaban en el tianguis y dejaron de obtener ingresos durante su prisión. Sólo cuando se hizo cargo de su defensa el Centro de derechos humanos Miguel Agustín Poro Juárez su suerte legal comenzó a cambiar. El tribunal de apelación estableció la irregularidad del juicio de primera instancia y ordenó reponer el procedimiento. Aunque lo hizo el mismo juez que había consagrado la arbitrariedad, la presión pública lo obligó a reconocer sus propias fallas y reconoció que tenía "duda razonable" porque no se le aportó "prueba plena de la responsabilidad penal". Por su lado, la Procuraduría general de la república anunció que el ministerio público federal no presentaría conclusiones acusatorias. De ese modo quedó allanado el camino para que a primera hora de anteayer miércoles Jacinta Francisco Marcial quedara en libertad.
En buena hora que así ocurra. Pero obviamente hace falta más. Falta que el mismo tratamiento se aplique a las dos reclusas que continúan en esa calidad, pese a la similitud de sus condiciones procesales. Es menester que se repare el daño material inferido a las víctimas de este grave estropicio ministerial y judicial. La libertad perdida durante tres años no tiene precio, es impagable. Ese quebranto no se repara. Pero de la irresponsabilidad de los funcionarios que aprehendieron, consignaron y sentenciaron a una inocente debe tener su correlato administrativo y también en el orden penal: los acusadores incurrieron presumiblemente en falsedad en declaraciones ante autoridad distinta de la judicial y es probable que también infringieran la ley, por negligencia o dolo quienes procesaron esa falsa acusación.
El caso de las señoras Jacinta, Teresa y Alberta sintetiza, como otros muchos, la triple indefensión que lastima a mujeres indígenas pobres. Se precisa partir de la deplorable situación que la primera sufrió y las dos restantes aún padecen, a fin de que el Estado mexicano cumpla su obligación, como parte del Convenio 169 de la Organización internacional del Trabajo, de asegurar a los miembros de los pueblos originarios la posibilidad de comprender y hacerse comprender en procedimientos legales, "facilitándoles si fuera necesario, intérpretes u otros medios eficaces".

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