Los modernos: los de entonces y los de ahora
Rolando Cordera Campos
Uno puede entender la prisa que acosa a los
posibles ganadores para que el resto de los contendientes acepten su derrota y,
de ser posible, se sumen al festejo. Lo que no resulta tan sencillo es darle a
esa prisa una racionalidad política consistente con los procedimientos establecidos
por la ley para concluir la justa electoral. Menos aún cuando se trata de una
disputa presidencial tan cerrada que, además, ha tenido lugar en un contexto
social y político tan complicado.
Llevamos pocos años de vivir la pluralidad
política y la competencia por el poder que se deriva de ella. No hay
precedentes duros ni tendencias que merezcan tal apelativo. No olvidemos que
las elecciones fundadoras de este formato tuvieron lugar al calor de un
accidentado proceso de sucesión dentro del partido casi único pero
que, al final de cuentas, dieron el aldabonazo final al sistema de poder,
inclusión y exclusión que el país heredó de la Revolución y las cruentas
guerras intestinas que le siguieron.
Si bien se recuerda, México y su Revolución
no encontraron un equilibrio bueno y más o menos estable sino bien entrados los
años 30 del siglo pasado, cuando el presidente y general Lázaro Cárdenas
encabezó una formidable onda de inclusión social mediante sus reformas sociales
redistributivas y su reforma económica nacionalizadora, fuente indiscutible de
una expansión industrial que duraría 40 años.
Por más que se ha hecho, las reformas de
mercado de fin de siglo no acabaron con algunos de los tejidos fundamentales de
la formas productivas y distributivas que aquel ciclo histórico nos legara. La
apertura a la competencia externa cambió muchas cosas: nos volvimos grandes
exportadores de bienes industriales y dejamos de depender del petróleo para
obtener divisas; el norte de México dejó de ser el desierto para volverse el
gran matraz de culturas locales y regionales que su transformación productiva
indujo, para bien y para mal. Y la actitud de muchos hombres y mujeres empezó a
moldearse por los criterios y valores de la empresa, como la ganancia o la
competencia, una visión más o menos internacional aunque realmente poco global
y un lenguaje penetrado por los enormes saltos propiciados por la revolución
mundial de las comunicaciones.
Con eso basta a algunos para sentirse
modernos de una vez y para siempre y, como la realidad de conjunto no se
compadece de ello, para reinventarla edulcorando magnitudes indeseables como la
pobreza y la desigualdad, o festejando procesos inconclusos y azarosos como el
acenso y consolidación de las clases medias. La razón crea monstruos, decía
Goya, y la razón modernista impostada los reproduce hasta lo grotesco, podría
añadirse.
Es de estos monstruos que la izquierda ha
hablado hasta el cansancio, no para negar las otras dimensiones de la
estructura socioeconómica que resumen las mudanzas mencionadas, sino para
insistir en que el contraste y la distancia nos definen. Que no constituyen una
excepción o un resabio de la gran transformación intentada en los poco
gloriosos 30 años con que México cerró el siglo XX.
Pedirle a la izquierda que sea moderna lleva
a lamentables equívocos, porque esa modernidad no puede querer decir
disposición sumisa a resultados políticos no concluidos, o la aceptación pasiva
de resultados sociales indeseables e inaceptables desde una mirada ética que
forma parte de la cultura occidental, liberal y moderna. No es por ahí por
donde un pretendido centro podrá reconstituir los términos de un acuerdo
nacional, que en lo fundamental abra la puerta para nuevos y necesarios
consensos sin los cuales la inestabilidad social que subyace al conflicto por
el poder pronto puede volverse fuerza activa de trastorno y no de
transformación.
Poner contra la esquina al movimiento
progresista para que escoja entre losapocalípticos y los integrados de que
alguna vez hablara Eco, no fomenta esa pretendida reconversión, como en poco
ayuda sacar el fantasma del populismo cada vez que las masas grandes o chicas
del país deciden ponerse en movimiento para reclamar, protestar y hasta
proponer, como venturosamente lo han hecho en esta campaña presidencial.
El debate nacional no va por ahí, e insistir
en esa dicotomía puede resultar grotesco. Confundir el respeto a las
instituciones con la rendición anticipada a sus deliberaciones no redunda en su
fortalecimiento sino en su debilidad. E igual cosa puede decirse de algunas de
las reformas que tanto necesitamos, cuya realización puede llevarnos a
situaciones de enfrentamiento y desgaste injustificadas y contraproducentes.
Lo que necesita el país para crecer e iniciar
una nueva ola de expansión económica y social no es debilitar al Estado, ni
acabar con las precarias defensas y mecanismos de protección de que todavía
disponen los trabajadores, sino lo contrario.
Fortalecer el espacio público no pasa por la asociación
público-privada para hacer y administrar cárceles u hospitales, sino por
la ampliación efectiva del Estado fiscal y su capacidad de recaudación y gasto.
No implica, en ningún caso, renunciar al control nacional de la renta petrolera
sino su profundización, para liberar a la industria petrolera nacional de una
exacción fiscal abusiva y destructiva de un recurso no renovable.
Entonces sí que podríamos hablar de lo
fundamental, que tiene que ver con el inicio de una nueva jornada de inclusión
social que ha de empezar por los jóvenes que no se ocupan y no encuentran más
opción que la fuga o el ingreso al ejército delincuencial de reserva, que el
cambio estructural no diluyó sino contribuyó a agrandar.
Los modernos están del lado de la razón, pero
no se resignan a su aspecto instrumental, sino que insisten en la posibilidad
de gestar, de nuevo, una racionalidad histórica, como lo hizo aquí Cárdenas y
allá Roosevelt y más allá los suecos que (re) inventaron la socialdemocracia.
Siempre por la vía pacífica, del derecho y la movilización, nunca por la de la
rendición a una evidencia precaria y tambaleante.
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