Violencia oligárquica
Pedro Miguel
La semana pasada la violencia enlutó a una familia
encumbrada: la de los Moreira, gobernante en Coahuila y cercana a Peña Nieto.
Dista de ser el primer caso. En junio del año antepasado el entonces candidato
priísta a la gubernatura de Tamaulipas, Rodolfo Torre Cantú, fue asesinado
junto con cuatro de sus colaboradores. Incluso si se da por buena la versión de
que los avionazos en los que murieron dos secretarios de Gobernación fueron
accidentales, el grupo gobernante no ha podido permanecer inmune a la enmarañada
confrontación armada que él mismo desató en el país.
Algunos procuran aferrarse a la versión más devastada del
optimismo y suponen que una nueva presidencia priísta podría lograr la
desactivación de la violencia, así fuera mediante la gestión de un acuerdo
subrepticio entre los diversos frentes de la delincuencia organizada que
estableciera reglas claras de convivencia entre ellos, un nuevo reparto de
territorios y la entrega de núcleos de población a las garras de la extorsión
regularizada.
Independientemente de los juramentos y alegatos de Peña
en el sentido de que por nada del mundo negociará con la delincuencia
organizada, el supuesto se basa en antecedentes harto conocidos del modus
gobernandi de los priístas en tiempos no tan pasados y en entidades tan
significativas, para el caso, como el Estado de México y no es, por ello, una
perspectiva tan descabellada como pudiera pensarse.
A fin de cuentas, las corporaciones policiales federales,
estatales y municipales han operado históricamente como bisagras entre la
criminalidad y el poder público y durante la docena trágica del panismo han
salido a la luz diversos indicios de que lo siguen haciendo.
Pero tal vez la violencia actual ya no sea controlable
desde las máximas instancias del poder público federal desde las cuales fue
desatada y promovida. La actual lógica del incremento del poder criminal no es
sólo un producto de la descomposición institucional, sino la desembocadura
inevitable de un modelo político-económico caracterizado por el debilitamiento
sistemático del Estado, por el abandono de todos los rubros a la lógica salvaje
del mercado y por la exaltación de la rentabilidad máxima. La delincuencia
conforma ya un sector de la economía que no puede ser considerado marginal, si
se tiene en mente su volumen de negocios y el monto de recursos que inyecta, en
forma inexorable, en lo que queda de la formalidad económica. Lo que empezó
como una fiebre de privatizaciones
corruptas, socialización de pérdidas y saqueo de la
propiedad pública disfrazado de contratos y concesiones ha encontrado
continuación en el narcotráfico, el secuestro y el tráfico de personas. El
fenómeno, por cierto, no se queda en las fronteras nacionales.
En esta perspectiva, el régimen oligárquico podrá
gestionar pactos bajo la mesa y acuerdos mafiosos pero no conseguirá volver a
colocar en la caja de Pandora los múltiples factores e intereses que se
benefician con la guerra que proclamó Calderón, incluidos los de la
intervención externa.
Por mucho que la violencia empiece a afectar a los
integrantes del régimen oligárquico, éstos no podrán desactivarla por la simple
razón de que, par hacerlo, tendrían que desechar el modelo del país al cual
deben su encumbramiento.
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